miércoles, 3 de octubre de 2007

15 AÑOS DESPUÉS


1992… 500 años antes, la “Santa María” surcaba el Atlántico portando a un genovés intrépido y aventurero. Nunca imaginó que uniría dos mundos, no imaginó mezclar el idioma de Cervantes con el de Pachacutec, enfrentar la hegemonía de Castilla y Aragón con la Maya, Azteca e Inca; Fernando e Isabel, los reyes católicos, con Huáscar y Atahualpa, los últimos Incas. ¿Habría podido imaginar que el Templo Maya o la Ciudadela Inca competirían en belleza con el coliseo romano o los jardines de babilonia?

Pues en estas tierras no solo pisaba el caballo y se hablaba el castellano; con ellos, también llegaban la cultura occidental, la fe católica, la pólvora, la imprenta. Choque de dos mundos, choque de dos culturas, dos formas de ver la vida, de concebir al hombre.
América con toda esa riqueza material e imperios en expansión, recibían a europeos con ganas de abrirse horizontes en lo desconocido.

1992… 15 años después, España, librando una dura pelea para mantener la unidad frente a los vascos y catalanes nacionalistas, enfrenta un proceso consolidación en su identidad como nación y como estado. Mientras en esta parte del globo nos esforzamos por no morirnos de hambre, por entendernos como un país en vías de desarrollo (¿Cómo se entiende eso si nos cortan las vías y el desarrollo es más utópico cada día que pasa?), en no perder la esperanza de vislumbrar un futuro para los nuestros; los que están y los que vendrán.

Quince años nos separan de celebrar los cinco siglos del descubrimiento, quince años de ver este pueblo como se desgarra en el dolor de su pobreza material y su alegría de su calor popular. Ver como la cultura occidental se mete por los ojos a nuestro ser devastando nuestra identidad, sumergiendo nuestro amor propio en el consumismo, pragmatismo y hedonismo.

Algunos proponen este hecho -el descubrimiento del nuevo mundo- como el empezar del Modernismo y el término del Medioevo, el empezar a cambiar los paradigmas, el cerrar una etapa y empezar otra mejor. Y, es desde esta época que la secularización de Europa no se detuvo más, el racionalismo se erigió a tal punto que pretendió solucionar los problemas del hombre, reemplazando a Dios de esa tarea. Fue la entrada en lo relativo, en el pensamiento débil y vulnerable, en la autosuficiencia y la emancipación moral frente a la Iglesia, en la confusión y desesperanza. El hombre moderno no volvió a encontrar su norte, no volvió a estar seguro de nada.

Hemos recorrido cinco siglos los dos continentes intercambiando culturas y riquezas, desangrándonos, o siendo desangrados. Duras luchas, duras peleas por tratar de vivir mejor, de cuidar a los nuestros. Mientras Europa peleaba por el poder político y por evitar una invasión musulmana; América se sumergía en una cruenta explotación del aborigen. Valdrá todo el oro que adorna los castillos europeos una gota de sangre del hombre andino.

Se llevaron el oro, nos dejaron la fe… Nuestro mayor tesoro. La explotación sigue, la desigualdad entre norte y sur se hace más grande, el sufrimiento y la desesperanza campean en el alma de nuestra gente. Unos cuantos se hacen del poder y nos tratan como si les debiéramos la vida y nos gobiernan olvidándose de nosotros.

La fe, el gran don que nos vino en La Santa María “La Capitana” (así la llamaron a la carabela que trajo a Colón), nos mueva a encontrar el rumbo a seguir. Que la sangre, derramada por los hombres que trajeron la verdadera fe, no quede estéril. Y mucho menos, la sangre derramada por Nuestro Señor deje de fecundar en nuestros corazones el coraje y el amor necesario para cambiar el rumbo hacia una sociedad más justa y solidaria.

15 años después puedo decir que las cosas son claras si se las ve con los ojos de Dios, que todo acontecimiento histórico encuentra sentido si se aprecia desde la fe, que no se justifica la muerte y la explotación; sino, que se entiende y sin retroceder se trata de avanzar. Se avanza por el bien del hombre, se avanza con la experiencia vivida.

Hablo como hombre de este tiempo, tiempo que necesita encontrar su sentido, encontrar su norte. Tiempos que reclaman justicia y pan; tiempos que reclaman más aún, una mano fraterna que le haga sentir más humano, que le haga saberse digno y valioso.

Los hispanoamericanos valemos la sangre de muchas generaciones que se vieron en un tiempo de conquista y explotación, de fusil y oro, de esclavitud y muerte. Los americanos también valemos la Sangre de Cristo, sangre que regó el madero para hacernos entender que se debe amar hasta el extremo; y que ese amor nos impulse a construir una civilización donde el eje sea el amor fraterno, la hermandad incondicional, la preocupación por los más débiles. Este podría ser la tarea que desgaste nuestros días, que resuene en cada aliento, que camine nuestros caminos.